Reseña | "Una muerte muy dulce", de Simone de Beauvoir
La narración va dando saltos al pasado, lo que le permite a
la escritora francesa esbozar un retrato sin concesiones de la personalidad de
su madre: hablar de la muerte precisa irremediablemente hablar de la vida. Así,
conocemos detalles de la Françoise madre, esposa e hija. Aunque es claramente
en la primera faceta donde la autora se detiene para abordar lo complicado de
su relación con ella, de esa “dependencia querida y detestada” que siente hacia
su madre. Los conflictos entre ambas debido al ateísmo y a la vida liberal de
Simon, así como su falta de comunicación salen de este modo a la luz: “El
silencio entre las dos se hizo totalmente opaco. Hasta la salida de La
invitada ella ignoraba casi todo de mi vida. Trató de convencerse de que
por lo menos en el renglón moralidad yo era ‘seria’. Los rumores que corrían
demolieron sus ilusiones, pero en ese momento nuestra relación había cambiado”
(p. 64). Al final, la escritora se sorprende de lo indiferente pero, al
mismo tiempo, de lo esencial que la figura de su madre resulta en su vida,
y el libro se nos revela como una contestación a una pregunta fundamental:
“¿Por qué me sacudió con tanta fuerza la muerte de mi madre?”
A lo largo de esta crónica, De Beauvoir también va refiriendo la manera en la que la enfermedad de Françoise irrumpe en su vida diaria: los cambios en su rutina, el acortamiento de los viajes, los desvelos, los cuidados –siempre compartidos con su hermana, Poupette, a quien, por cierto, dedica el libro–, las charlas que al respecto mantiene con su amante y colega Jean-Paul Sartre, las inevitables diferencias con doctores y enfermeras… Pero es realmente en las cavilaciones que estas circunstancias suscitan en la autora, en las dudas y en las contradicciones que le generan, donde se halla la fuerza del libro: el deseo y el miedo de que la muerte por fin se haga presente; las añoranzas y los reproches que deja el fallecimiento de un ser querido y, sobre todo, la constatación de ese hecho antinatural que, a cualquier edad y por la causa que sea, es la muerte: “No existe muerte natural: nada de lo que sucede al hombre es natural puesto que su sola presencia cuestiona al mundo. Todos los hombres son mortales: pero para todos los hombres la muerte es un accidente y, aun si la conoce y la acepta, es una violencia indebida” (pp. 98-99).
Es una lástima que este libro tan personal e introspectivo de una de las autoras fundamentales del siglo XX se encuentre descatalogado desde hace varios años. Yo lo leí en la edición de 2002 de Editorial Sudamericana.
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